viernes, 10 de noviembre de 2017

No hay mayor error que temer cometerlo


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He dejado que un juez nazca en mí, crezca en mí, viva en mí. No se muy bien cuando nació. Tal vez nació conmigo. El caso es que lo quise, me hice su amiga, lo alimenté tanto que casi llegó a ocuparlo todo. Siempre dejé que tuviera la última palabra. A menudo le permití que decidiera por mí. Si él hablaba yo me callaba. Después de un tiempo, comenzamos a no soportarnos pero yo no era capaz de echarlo. Llegué a pensar que ya era parte de mí y que conviviría con él de por vida. Nunca estaba contento con lo que yo hacía, siempre esperaba un poco más: más valor, más precisión, más rapidez, más y más y más perfección. Me obligó a pensar que debía ser perfecta, que los fallos pertenecían a los mediocres. "Para hacer algo mediocre, mejor no hagas nada"- Me decía. Pero yo no era perfecta: no era perfecta expresándome en voz alta, ni bailando, ni cantando, ni demostrando cariño de forma visible. Así que dejé de hacer todo aquello que, según mi juez, me hacía parecer imperfecta. A veces me tentaba la idea de intentarlo: levantar la mano y participar en clase, cantar a los cuatro vientos y bailar en medio de la calle, gritarle a alguien lo mucho que lo quiero y lo poco que se lo digo. Pero entonces mi juez me bombardeaba a "y sis":
"¿Y si lo que dices es una tontería?"

"¿Y si haces el ridículo?"
"¿Y si aquel a quien tanto quieres te daña?"
Ya se sabe que el dolor nos hace vulnerables y deja a relucir todas nuestras flaquezas, nuestros mayores miedos, nuestras más profundas inseguridades. Nada de esto agradaba a mi juez así que me convenció de que para ser perfecta debía esconder todo aquello que me hiciera parecer débil, hacer que los demás sintieran que era de piedra, difícil de tirarme abajo; como si eso significara que pudiera soportar cualquier cosa que se presentara. Le hice caso: dejé de llorar, me acostumbré a no pedir ayuda, a hacerlo todo por mi misma, a no compartir ninguno de mis problemas (ni tan siquiera los de matemáticas). Aprendí a ser opaca en lugar de translúcida. Pero mi juez siempre quería más:
"Mejor un 10 que un 8"
"Quiero que hagas hat-trick, no que marques un gol"
"Escribe y reescribe hasta que quede perfecto"
"Si se fija en ella y no en ti será que no eres lo suficientemente buena"
¡Y UNA MIERDA! No sé cuando nació mi juez pero puedo aseguraros que se está muriendo. No me avergüenza decir que fui yo quien decidió herirlo de muerte. No podía más. Buscando la perfección por todas partes estaba creando una vida lejos de la misma. Y no es que la perfección no exista, es que yo aún no había comprendido lo que era. No podía entenderlo porque había estado buscando en el lugar equivocado. Quería hacer de mí una ecuación, algo que nunca falla, predecible, lejos del error... sí, pero también de la felicidad. Creo que sí existe un grado de perfección ese debe ser sentirse feliz y realizado. Y uno sólo puede ser feliz en la vida cuando comprende que la vida es errar, llegar a la meta lleno de arañazos que nos recuerden cuánto hemos luchado; arrugas que hablen de todo lo que hemos reído y llorado; diarios que cuenten todos los fracasos amorosos que tuvimos que vivir antes de encontrar a alguien que lejos de ser perfecto nos perfecciona, que canten a los cuatro vientos la de veces que nos hemos sentido ridículos antes de que alguien tomara en serio nuestra idea y en los que escriba una persona distinta cada día ya que la perfección es no dejar de moldearnos a diario para ser más felices.
Y las únicas imperfecciones de las que hay que librarse son de los malditos "y sis" que no nos dejan bailar en medio de la calle porque por fin has aprobado matemáticas. Porque hay 5 que saben a 10 y goles que valen por tres y eso mi juez nunca me lo dijo. Pero yo me di cuenta. Observé que la gente era más bonita cuando se equivocaba, cuando lo intentaba una y otra vez. Me di cuenta de que la gente más feliz era la que celebraba el intento y no el resultado; los que creían que darle al palo significaba que el gol estaba cerca en lugar de pensar que habían fallado el único tiro que tenían.
Ahí lo supe, supe que mi vida no era perfecta. Que no disfrutaba de ninguna victoria porque me había privado de aquellas que conllevaban esfuerzo y errores. Sólo tiraba cuando no había palos posibles que dar así que siempre ganaba sin sudor ni lágrimas. Lo había perdido todo en la búsqueda de una Pilar perfecta que no existía. De hecho, me había perdido a mí. Así que, tapándome los oídos para no escuchar a mi juez, planeé su muerte. Debía basarse en ataques específicos prolongados en el tiempo. Eso me ayudaría a hacerlo más pequeño antes del golpe final. Realmente pensé que sería más difícil pero a menudo lo difícil es el paso 1 de 100.000 y después todo se precipita cual efecto dominó. Hablé en voz alta, canté, bailé, escribí más con el corazón que con la cabeza, di discursos para muchas personas, quise con todo el alma sin pensar en si me romperían el corazón, recompuse mi corazón para volver a querer como si nunca me hubieran hecho daño, di todos los abrazos que tenía pendientes, celebré un 5 en matemáticas y seguí jugando aunque no marcara goles, tiré el orgullo y pedí perdón, me reconcilié con todo aquel que en algún momento me hizo daño pero también feliz, comencé a pensar en el " y si"... 

¿Y si mañana ya no hubiera tiempo?
Me arriesgué, lo intenté, hice todo lo que yo quería. No le gustó a todo el mundo PERO A MÍ SÍ. Mi juez había quedado reducido a un grano de arena pero aún hoy, algunos días, me engaña y me parece una montaña. Sigo creciendo, no soy ni tan siquiera la misma persona de la frase anterior pero ya me he encontrado. Ahora me quiero y me quiero más cuando fallo y consigo no rendirme. Y ahora sé quien es la gente que se queda cuando fallo. Esa es la vida perfecta.

Mi odiado y querido juez, sé que adoras tener la última palabra así que te cedo el turno...

Y bien, ¿cuáles van a ser tus últimas palabras?

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