viernes, 10 de noviembre de 2017

El pájaro rojo

Érase una vez un pájaro rojo que observaba la ciudad desde la rama más alta de un viejo roble. El pájaro rojo había nacido allí porque su madre había decidido que aquel árbol cumplía con todas las características que debía tener un cálido hogar. Así que el pájaro rojo creció a la par que el roble y, en cierto modo, el roble hizo crecer al pájaro rojo. Aquel árbol le había proporcionado todo el conocimiento que éste tenía sobre el mundo que le rodeaba. Y es que, desde aquella rama, el pájaro rojo lo había observado todo desde su nacimiento: el cielo, el mar, las montañas, los edificios, las personas... la vida, la felicidad y la tristeza. Aquella rama era su casa, su soporte, su refugio. Incluso, cuando aprendió a volar, el pájaro rojo nunca quería ir demasiado lejos por miedo a perder su querida y única rama. El pájaro rojo se sentía gigante desde su viejo roble. No necesitaba volar más alto porque allí tenía todo cuanto quería en la vida: seguridad y amor.
Confiaba en la rama que lo sostenía más que en sus propias alas para no caer. Es por eso que el día que talaron el viejo roble, el pájaro rojo cayó con él sin recordar que podía volar. Se hirió gravemente de un ala... Aunque la herida más dolorosa se hallaba en su corazón. La primera fue atendida por su madre rápidamente y sólo hizo falta un tiempo para que sanara. Pensó que la segunda jamás se curaría así que decidió ignorarla. Por eso permaneció durante meses en el suelo sin alzar vuelo, junto a los restos de su vieja rama. Se posaba sobre ella pero ya no veía las montañas ni el mar ni los edificios. Pensó que jamás podría volver a verlos porque su árbol nunca volvería a estar ahí para alzarlo.
La herida no parecía curarse sino crecer más y más cuando el pájaro rojo trataba de ignorarla. "A veces las heridas necesitan que les de el aire en lugar de taparlas"- Eso es algo que el pájaro rojo había aprendido observando el mundo desde su querida rama.
Pudo recordarlo el día que, asustado por un peligro inminente, echó a volar instintivamente; tan alto que llegó a la altura exacta donde veía cada día el mar. Entonces reconoció la imagen. Se dio cuenta de que todas sus observaciones, todo lo que había aprendido gracias al viejo roble, habitaba en el único lugar donde nadie puede robarnos lo que apreciamos: su memoria. 

Entonces recordó también que tenía alas, que podía avanzar mientras sanaban sus heridas. Que aún le quedaba mucho por descubrir de aquellas montañas, del mar, de los edificios, de las personas y de la vida. Que tenía que seguir guardando imágenes en su memoria, completando las antiguas y generando nuevas. Entendió entonces que el viejo roble siempre volaría con él y que era su deber enseñarle todo aquello que no había podido ver desde su rama más alta.
Que tenía que seguir volando, seguir viviendo. Se lo debía al viejo roble. 

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