miércoles, 24 de abril de 2013

No puedo vivir sin ti, no hay manera.

Un día. Y otro. Y otro más. Todos iguales, el mismo vacío. Un vacío que no se llena. Un vacío que parece irse por momentos, pero solo para volver de nuevo con todas sus fuerzas. Y puede contigo. Pero no quieres aceptarlo o al menos no quieres que nadie lo sepa. Fuerzas una sonrisa, aunque no sabes muy bien para qué, y vámonos que nos vamos. No vas a dejar que esto te hunda, tienes otros motivos para sonreír, ya saldrás a flote, no es la primera vez. Pero no, tu plan se desvanece en un cruce de miradas. Dos segundos y cambiamos la mirada bruscamente. Dos putos segundos que dan para todo. Dos putos segundos que me traen los mejores recuerdos para recordarme que ya no están. Que me hacen sentirme imbécil. Dos putos segundos que me obligan a replantearme las cosas. Que consiguen que quiera olvidar mi orgullo, ir ahí y deciros que ya no puedo más y que esto no tiene sentido. Pero se me han acabado los dos segundos, así que me limito a dejarlo pasar y permitir así que la tristeza me consuma un día más.Un día más con su noche. Una noche más de lucha entre pensar y dormir. Preguntándome qué estaréis pensando vosotras. Una noche más de impotencia. Una noche más de canciones que no sé si volveremos a escuchar juntas. De pensar en abrazos que nunca di y que ahora daría todos juntos. Una noche más de llorar sin lágrimas y terminar escribiendo lo que no soy capaz de decir. Sin querer dormir porque sé que me espera un nuevo día, que de nuevo poco, lo mismo de siempre. Siempre...como si hubiera pasado una eternidad..No, pero lo parece. La vida es una eternidad si falta lo más importante en ella. Me sobran motivos suficientes para pegarle una patada a mi orgullo. Él no va a darme tantos buenos momentos. Nos sobran motivos suficientes para intentar recuperar todo lo que es irreemplazable, al menos a nosotras. Y por intentarlo que no quede, ¿no?

domingo, 14 de abril de 2013

Lo que hay detrás


Saber dónde está el error ayuda a reparar el daño, como cuando te sangra la rodilla al caerte aprendiendo a montar en bici. Sabes que te duele justo ahí y puedes verlo, y pedirle a tu madre que te cure. Claro que, con el dolor físico, siempre es mucho más fácil. El dolor que sentimos por dentro de nosotros mismos es mucho más complejo. Podemos sentirlo pidiéndonos a gritos que le pongamos una tirita. Pero no podemos verlo. No sabemos exactamente dónde está. Duele mucho, pero en tantos sitios a la vez que no lo localizamos. 
Con los problemas pasa un poco de lo mismo. Podemos arreglarlos ,o al menos podemos intentarlo, cuando sabemos que están ahí. Cuando localizamos la zona de dolor. La verdadera impotencia llega cuando tenemos el problema detrás nuestra todo el tiempo. Nos giramos pero es más rápido que nosotros, así que nunca lo vemos. No sabemos que existe. Y vivimos felices, e ingenuos, pensando que todo va bien mientras cargamos con el problema a la espalda.  Y el problema, listo como él solo, se alimenta de nuestra ingenuidad. Y crece. Y crece. Y crece. Tanto que se hace más grande que nosotros. Tanto que empieza a pesarnos. Cada día un poco más, hasta que ya no podemos con él y nos caemos de espaldas a la realidad. Y todo porque nunca supimos verlo. Todo porque nadie nos dijo: Ten cuidado, que lo llevas detrás. Y ahí estás, tirado en el suelo, pensando cuánto tiempo llevan los momentos felices siendo un engaño. Preguntándote a ti mismo cómo vas a quitártelo de la espalda para poder levantarte de nuevo y huir de él. Y si merece la pena el esfuerzo de intentarlo.